28 septiembre, 2015

Tardes

Fotografía: Donna Irene

Y ahora que, a pesar del engañoso y persistente calor, ya es otoño, cuando las tardes se acortan y crecen las noches, cuando todo alrededor se muestra desolado y confuso, permanezco largo tiempo en los campos de viñas, mirando ponerse el sol en el horizonte -siempre por Portugal- mientras los insectos revolotean a mi alrededor y el aire se llena de pájaros que regresan a algún lugar verde y frondoso para dormir.
Ahora, que he perdido la mirada azul y hundo mis manos en los grandes terrones de la tierra oscura de las viejas cepas, sin más compañía que el silencio y mis pensamientos, obstinados en seguirme allá donde vaya.
Me tumbo en el suelo esperando a las estrellas, para después volver a casa y ser la que esperan, la que siempre soy para no alterar el ciclo de la vida, la que se espera que sea para que nada cambie. Sabiendo yo que nadie vuelve nunca, de una tarde así, siendo la misma.

Las tardes

Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora 
la luz que nos fatiga los despegados ojos.
Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.
He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado 
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa 
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.
Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.
Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro, 
y la costumbre extraña 
de ser al fin felices en la sombra. 

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego)

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